La transferencia

LA TRANSFERENCIA

Vigencia de Sigmund Freud

Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires
Septiembre de 1996

Hoy intentaré hablar de aquello que, si bien algunos creen conocer, se presenta como un nuevo continente y un nuevo continente como todos sabemos debe continuar aún su formación y, por lo tanto, no puede dar cuenta de sí mismo.

Un continente que antes de pensar en su autonomía tuvo que padecer, para poder ser aceptado en la comunidad de nuevos continentes, de todos los imperialismos imperantes.
Desde la medicina hasta la poesía. Pasando por la estupidez y la magia en algunos países, como el nuestro, lo militar luchó contra cualquier crecimiento de este nuevo continente.

Estamos hablando del psicoanálisis, aparentemente una cosa tan individual, tan de diván y, sin embargo, poderosos sistemas sociales se oponen a su socialización.

¿No es acaso la propia familia del loco la que retira al paciente del tratamiento?

¿No son acaso las instituciones psicoanalíticas, internacionales o no (léase lacanismos en general), que interrumpen el psicoanálisis de sus miembros porque alguna política de moda no lo permite?

Y si nos preguntamos ahora quién le teme al psicoanálisis, podríamos responder: en general, todos temen.

Más difícil nos ha de resultar responder a la pregunta de por qué se le teme al psicoanálisis.

Y aquí, debemos saberlo, el miedo tocará toda reflexión.

A) El investigador queda implicado en la operación mucho más de lo que se suponía. Ya que no habrá psicoanálisis sin el deseo del psicoanalista.

El investigador deberá saber ahora que toda su producción no llevará como se dice la marca de su personalidad sino la de su deseo inconsciente a quien, por otro lado, nada le importa, ni el destino de la producción y ni siquiera su belleza o su completud.

Pero recién hemos hablado del deseo inconsciente que no es el psicoanálisis.

El deseo inconsciente es el vector que en el tiempo producido por la teoría psicoanalítica (que es una compleja articulación que se produce en su praxis), roza asintóticamente su realización y su muerte. Sin conseguir nunca ni realizar ni morir, ya que realización y muerte son sinónimos cuando se trata de poner fin al mecanismo que sostiene en vida lo psíquico verdaderamente real, el inconsciente.

Una presencia que por su persistencia termina siendo invisible para nosotros mismos, es decir, actúa en nosotros como una ausencia. Y por otro lado una ausencia que de tan ausente se hace presencia nítida y así, en la mayoría de los casos, como realidad objetiva actúa sobre nosotros.

Hasta aquí, temo al psicoanálisis, entonces, porque el primer requisito (que me requiere sin imponérmelo) para ser ciudadano de semejante mundo es aceptar la incertidumbre como un estado natural dentro del territorio y en lugar de huir o matar, como nos venía enseñando la familia y, por qué no decirlo, también el Estado, habrá que ponerse a conversar.

Y conversar no es cualquier cosa, sino que es en la precisión de un diálogo donde se conversa. Y la precisión de un diálogo no es otra cosa que la determinación del concepto de transferencia sobre la praxis psicoanalítica.

Que sea de una manera y de ninguna otra:

Él hablará a nadie y menos que menos al analista.

El Otro hablará para nadie, menos que menos para el analizado.

Diálogo que ofrece como única garantía que alguien hablará, él, el Otro, pero nunca nadie sabrá quién habla ni a quién habla.

Si ahora soy capaz de aceptar esta incertidumbre en lugar de los riesgos que me ofrece la carretera, el paracaidismo, o las cantinas donde uno puede beber hasta morirse, entonces estamos en condiciones de comenzar.

B) Si soñar soñamos todos y, trabajando los sueños, Freud produjo la teoría del inconsciente, todos, aun no queriéndolo, tenemos nuestra propia vida implicada en el descubrimiento por lo tanto, temo por segunda vez al psicoanálisis cuando después de haberle pedido que, para pensarlo, debía abandonar mi razón que, por otra parte, era mi razón de ser, me pide ahora, como requisito indispensable para poder rozar ese saber no sabido en mí que modifique mi propia vida. Es decir, que cambie de las relaciones con los otros las pequeñas mezquindades, los eternos rituales, sin prometerme nada a cambio sino, sencillamente, me prometerá aquello que temo: una transformación.

Por lo tanto temo lo que el psicoanálisis en su transmisión me requiere, psicoanalizarme.

C) Y si fuera poco motivo de temor haber modificado los fundamentos que permitían no sólo la supremacía de la razón, sino el equilibrio de la misma. Haber modificado mi propia vida, mis propios sentimientos, el psicoanálisis me da miedo y ésta es la tercera vez: porque por ley de su praxis impone a la mujer algo que nadie antes le había impuesto, a pesar del extenso dominio que se ejercía y se ejerce sobre ella.

Y es aquí donde deberíamos detenernos para contemplar atónitos la verdadera subversión que produce el psicoanálisis generando un hecho, por primera vez en la historia de la humanidad contemporánea, que modificará con el tiempo el destino de las civilizaciones, por lo menos, occidentales.

Lo que tengo que decir y si es con tantos rodeos, ha de ser porque en este punto se concentran mis resistencias. Temo por tercera vez porque la mujer tendrá como obligación hablar y escribir y temo más aún cuando reconozco que quien obliga a la mujer por primera vez en su historia como mujer, a hablar y a escribir, no es otro que el psicoanálisis.

Y para que no se me confunda con ningún fanatismo de moda, diré que el psicoanálisis no ha triunfado sobre nada. Ni siquiera sobre lo que debería ser materia prima y deseo de su desarrollo revolucionario, la mujer.

Y es aquí donde, por lo menos, renunció Lacan. Ya que todo aquél que haya transitado la praxis psicoanalítica sabe, perfectamente, que hacer hablar a una mujer es tan difícil y, a veces, tan imposible como hacer hablar a la poesía.

Dejar de ser el hecho mismo para contarlo es para la poesía, en todos los casos, transformarse en un género menor.

Dejar de ser sus propias vibraciones es para la mujer, en todos los casos, un hecho triste.

Y no hay descubrimiento, por más importante que resulte de la conversación, que pueda opacar la magnitud de su tristeza. Tristeza sólo comparable a la tristeza del poeta frente a esa página que le dice: la poesía no volverá jamás.

La grandeza que nos plantea la semejanza de una tristeza incalculable, hará por un trecho al poeta y a la mujer nuestros compañeros de viaje.

Cuando ella duerme apacible creyendo que el mundo son sus sueños, él trama sobre un papel satisfacerla.

Ninguno de los dos consigue gran cosa.

Ella, frente a la incertidumbre que le producen sus propios sueños, para seguir temblando, sueña.

Él espera, porque no sabe hacer otra cosa que escribir versos, que los sueños de ella cristalizados por él sobre un papel se transformen, ahora, en lingotes de oro.

Ella duerme para soñar porque el mundo que le interesa son los versos de él.

Él no puede dormir ni de día ni de noche y no deja de soñar.

Después con el tiempo terminan siendo dos desgraciados.

Cuando él, por fin, consigue algunos lingotes de oro, ella ya no sueña, ha comenzado a trabajar.

Cuando vuelve de trabajar él le grita para animarla: Vamos querida, la poesía es un arma cargada de futuro y usted es ella.

Ella, mientras tanto, en los momentos libres, aprovecha y duerme y mientras duerme sueña que sueña todo el día.

Él sabe que ella nunca se lo perdonará y, sin embargo, sigue dibujando sobre un papel los más íntimos detalles de todo el recorrido.

Ninguno de los dos puede con lo que es. Como si estuvieran viviendo en un país pero sometidos a las leyes de otro país.

Y antes de cerrar el paréntesis decir que sólo hemos podido ver (cayendo en el error en que todo el mundo cae) las diferencias que existen entre un poeta y una mujer. Pero hemos dejado para fundamentar con el tiempo que más allá de la gran diferencia donde la poesía determina y ella padece, la mujer y la poesía son semejantes en todo.

Habiendo contestado, en parte, algunos de los porqué se le teme al psicoanálisis, podremos ahora entrar con parsimonia en nuestras cuestiones que hoy han quedado reducidas por el título de la conferencia a que soportemos sobre nosotros mismos la vigencia del psicoanálisis.

Soy inmensamente feliz de estar hoy aquí frente a ustedes intentando con toda mi inteligencia poder comunicarles, al menos, las líneas generales de mi pensamiento en lo que corresponde llamar campo del Psicoanálisis, ya que de mi poesía ninguna línea general será más general y más línea que la que ustedes puedan desprender de la lectura de mis escritos.

Hace en estos días, exactamente, 38 años desde mi primera sesión de psicoanálisis y esto no es para justificar mi discurso en general sino, sencillamente, para justificar poder hablar de lo que no se puede hablar:

El Inconsciente. La Interpretación. La Transferencia.

Sé que los lacanianos, por no haberse psicoanalizado lo necesario y, por consiguiente, haber confundido el inconsciente con lo bajo, la interpretación con lo alto y la transferencia con el amor, han generado una multitud de inmortales, mudos y bastante sordos, pero a todos ustedes eso les parece producto de la libre competencia, es decir ustedes piensan el fenómeno lacaniano de la misma manera como piensan el fenómeno de la coca-cola.

Y para no alejarme mucho de aquello por lo cual fui convocado, os diré que sé perfectamente que estamos en una casa de altos estudios, donde algunos (los suficientes para haber producido una corriente de opinión al estilo de las dictaduras) profesores de esta casa, me hacen responsable de la sexualidad que aconteció en el año 1970 en Buenos Aires.

Y nadie ha sido capaz de desenmascarar a los hipócritas, ya que hoy día todos sabemos lo que en aquel momento sólo algunos poetas y el Grupo Cero sabían, que la sexualidad a partir del 70 no era comienzo de nada sino precisamente un fin de fiestas, como después más de 40.000 muertos nos hicieron saber.

Soy, entonces, según algunas lenguas, el cuerpo semidestruido y deformado (los años, el exilio, quién sabe qué) que posibilitó aquel acto y es por eso que os pido vuestra palabra de honor, que no me obligarán a reproducir la escena con alguno de ustedes.

En general, en un sentido amplio y generoso, pienso en ustedes amablemente y los veo estudiando un poco, pensando un poco, tratando de dilucidar por qué las dictaduras dejan en manos de los hombres, aparentemente, más cultos de la ciudad, el trabajo de seguir ejerciendo el poder, hacer imperar esa moral. Ese ha de ser el motivo, la causa, como se estila decir en estas aulas, para que las cabezas visibles de algunas iglesias psicoanalíticas de Buenos Aires, París y algunos pueblecitos de España, quieran quemarme en la hoguera de sus antiguos sentimientos, porque no entienden por qué desde mi primera sesión psicoanalítica en 1958 hasta 1970, tuvieron que pasar doce años para que yo hiciera mi primera interpretación.

Desde la primera interpretación recibida: “Lo que usted habla es sólo para hombres…” hasta poder incluir una mujer en mi pensamiento pasaron doce años.

Lo recuerdo perfectamente, como si fuera a ocurrir mañana.

Ella llegó hermosa, más que nunca, espléndida en su hermosura y me dijo, mientras nos dábamos la mano:

-Hoy podría si usted me lo permitiese, acostar mi mirada sobre su mirada.

Yo bajé la mirada y pensé en los pibes de la Facultad de Psicología, Guillermo, Daniel. Era una verdadera lástima que no pudieran presenciar, personalmente, ésta, aquella experiencia límite.

-No me contesta nada (ella se había dado cuenta que yo estaba en silencio), una vez más prefiere mi dinero a mi propia inteligencia que es, también, la suya.

Yo me senté en el sillón y creo que llegué a hacer un gesto con la mano indicándole el diván.

De pronto, desde la punta de mis dedos se generó una atmósfera lumínica y, a la vez, borrosa.

-Sueño o temblor, se preguntó ella entre la bruma.

Yo sin contestar moví la cabeza de un lado para otro, como para despejarme, mas sin saber de qué quería despejarme.
Mientras ella de alguna manera se contorsiona, yo recuerdo al gran Pichon Rivière después que yo le había contado, con frenesí, que una paciente, al encontrarse conmigo en una fiesta, me besó; él me dijo:

-Ella lo quiere asesinar- y luego en tonos diferentes siguió hablando con mucha tranquilidad de la posibilidad que tenía la poesía de ser el más preciado instrumento de conocimiento de la realidad histórica…

-Perdón que lo interrumpa -me dijo ella a pesar de que yo no había comenzado a hablar- usted, prosiguió ella, ¿no llega a sentir mi cuerpo estremecido entre sus brazos?

Ella no estaba del todo equivocada, sentir, yo no sentía nada pero su cuerpo, si era verdad que se estremecía, lo hacía en algo o sobre algo que podría ser mío, el diván.

-Bendigo su silencio (ella decía para que todo fuera sublime, aunque yo escuchara lo que podía), su silencio, insistió, bendito sea, que me permite gozar de su cuerpo, mi cuerpo, de una manera tan extensa, como decía Freud, creo…

Ahí, para decir verdad, que no se puede decir aunque se intente, me dio un poco de rabia (supuestamente anal) que se metiera con Freud de esa manera tan superficial y entonces no pude contenerme y le pregunté:

-¿En qué fiesta se lo dijo Freud?

-Qué agresivo, exclamó ella; sentí que me la metía por el culo. Al principio me dolió algo, pero después, gocé, bueno, es un decir, me gusta digo, especialmente, que sea tan bruto como un camionero y, a la vez, tan dulce y frío como una muñeca de porcelana…

Nada, yo no decía nada. Pensé con temor en dar por terminada la sesión y me pareció absurdo tener miedo de las palabras, como tantas veces le pasa al neurótico y reemplacé, rápidamente, el continuamos la próxima, por un sencillo:

-La escucho…

-Hoy no quiero y ni siquiera deseo que usted me escuche (yo la sentí contundente en su decir), hoy, doctor, quiero sentirlo vibrar conmigo. Y no me diga que no puede, que a mí me lo contaron en la Facultad de Psicología los jefes de las iglesias lacanianas y otras menos prestigiosas. Usted, doctor, puede llegar a ser, si yo, su pequeña reina lo desea, el más grande vibrador de Buenos Aires. Yo he visto con mis propios ojos a esos grandes jefes temblar y consolarse hasta el exceso con una simple vibración de su voz.

-Es por eso que en esta mañana desolada y limpia, tomo venganza en nombre de todas las esposas, novias, concubinas de todos los maldicientes psicoanalistas de Buenos Aires y, por las dudas, de París, y me lo garcho aquí en su diván, yo y todas mis amigas y usted jamás podrá olvidarse de este polvo porque yo misma y mi marido y los amigos de mi marido nos encargaremos, personalmente, de difundirlo.

Algo que nunca fue es lo que se recuerda siempre.

Algo que nunca hubo tiene que ser perdido.

La transferencia se dispara desde el futuro.

La relación sexual no existe o, por lo menos, no deja huella.

El Falo no puede ser representado y en una gran pantalla como si viera el futuro, veo muy próximo, al alcance de una frase, el comienzo de vuestro propio psicoanálisis.

Han creído en el amor en lugar de producirlo.

Han explicado la transferencia.

Han aconsejado en falso.

Han confundido la sexualidad, la propia materialidad inconsciente, con lo que hacen algunos hombres y, en general, las vacas y los perros.

Han hecho religión, es decir dogma, moral, de la única teoría vigente para producir libertad.

-Comprendo, dijo ella, aunque yo seguía sin hablar. Comprendo, insistió, el cuerpo del poeta yace a mil kilómetros de profundidad, es inalcanzable.

Fue entonces con amabilidad que le dije:

-Continuamos la próxima…

El concepto de transferencia es el que sostiene, históricamente, la teoría psicoanalítica y es por eso que cuando se altera, disminuye o se deja de imponer el psicoanálisis de los psicoanalistas o candidatos a serlo, las instituciones se pudren o se degradan hasta tal punto de transformarse en pequeñas o grandes dictaduras o casi peor, en concepciones, todas ellas anteriores a la producción de El Inconsciente en la obra de Freud, como ya está pasando en la Internacional y como ya pasó, muy poco tiempo después de la muerte de Lacan, en todos los grupos lacanianos de Argentina, pero también de Francia, Brasil y España, que son las comunidades de las cuales tengo algunas noticias.

Por eso que no será en vano reiterar (y esta vez frente a ustedes que disponen de la mayor astucia para darse cuenta de lo que vengo a proponer) que en psicoanálisis no hay teoría fuera de la clínica y explicar entonces, de manera sencilla, que sin psicoanálisis del psicoanalista no hay producción del inconsciente.

Decimos entonces que no es que los sujetos al encontrarse produzcan la transferencia o que el paciente la traiga con él (como una reproducción de su pasado) o que la reciba como un don de su psicoanalista sino que, precisamente, el concepto de transferencia es el que produce tanto al sujeto que se psicoanaliza como al psicoanalista que no es ningún sujeto, sino un lugar.

Miguel Oscar Menassa.
Del libro “Freud y Lacan -hablados- 2”

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